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28 de julio de 2008
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En primera persona: cabalgata en la Cordillera de Los Andes

La reconocida narradora argentina Gloria Leguizamón comparte con nosotros su experiencia a caballo en uno de los paisajes más imponentes de América del Sur.
En primera persona: cabalgata en la Cordillera de Los Andes
Leguizamón atravesó la Cordillera de los Andes a caballo (clickear para agrandar la imagen).

La escritora y su fiel compañero de travesías Hacía años que tenía la ilusión de hacer un recorrido extenso a caballo, así que cuando leí “Semana Santa a caballo por los Andes” no lo dudé y llamé para anotarme. Ya llegar a Mendoza y encontrarme en el hotel con las alforjas que me había dejado Pablo, nuestro futuro guía, fue sentir un cosquilleo anticipado de expectación.

En la ciudad conocí también a quien sería mi compañero de ruta: Ale, buen mozo, inteligente y aventurero. ¿Se puede pedir algo más? Bueno, yo tampoco me quedaba atrás. Pavada de dupla habíamos cristalizado.

 A la mañana, temprano, Pablo vino a buscarnos en una combi. Mate y galletitas de por medio, hicimos los 100 kilómetros que nos separaban de la Villa de Uspallata, por una ruta divina. De paso, aprovechamos el viaje para conocer un poco más del lugar donde estábamos: supimos así que el Valle de Uspallata es un valle intermontano, ubicado entre la Cordillera de Los Andes y la Precordillera, entre los 1900 y 2500 metros de altura sobre el nivel del mar, surcado por el río Mendoza y los arroyos San Alberto y Uspallata. A lo largo del camino pudimos observar bellísimas alamedas y una forestación típica de alta montaña.

 Nuestro “guía profe”, Pablo Champagna, nos contó que el pueblo Huarpe fue el primero en habitar el Valle de Uspallata, que tanta importancia tuvo durante la campaña libertadora de 1817. En él se concentró el ejército del General San Martín antes de iniciar el “Cruce de Los Andes”. ¡Y nosotros íbamos a seguir, por momentos, la misma trayectoria! La emoción, junto con la expectativa, iba creciendo.

Finalmente nos detuvimos, a orillas del arroyo Uspallata, en la casa de Julio, uno de los mejores baqueanos de Mendoza, y nos encontramos con los caballos ya ensillados. A mí me tocó “la Mary”, Alejandro se acomodó en “la Choli” y a “Machito Ponce” (una mula macho) le tocó cargar con nuestros petates. Machito merece unos renglones aparte. Para que se den una idea de lo mansito que era, antes de cargarlo con vituallas, bolsas de dormir y ropa, hubo que taparle la cabeza con un chal, única forma de que no empezara a las patadas: parecía un “mulo Tuareg”. Finalmente comenzamos la travesía hacia los Andes, llenos de excitación. Julio llevaba su facón caronero a la cintura. De noche me enteraría que dormía con él bajo su montura. Fue un día intenso, de mucha cabalgata. Alternadamente, Pablo se hacía el payaso y cabalgaba al revés, acostado sobre su “Pampita”, haciendo chistes y pidiéndonos que disfrutáramos de los caballos y el paisaje.

 El imponente paisaje invitaba al disfrute eterno (clickear para agrandar imagen)Al mediodía llegamos a una vega de montaña - un mallín verde, como un oasis en medio de un desolado desierto - que nos sirvió de parada estratégica para almorzar a la orilla de un río y recargar botellas y cantimploras.

La cabalgata continuó adentrándonos cada vez más en las entrañas de la Cordillera de los Andes. Como si fuéramos protagonistas de alguna escena de “El señor de los anillos” entramos a un cañadón surcado por un pequeño arroyo. Cabalgamos por entre medio de enormes moles de roca, tan altas que nos hacían abrir la boca mientras mirábamos hacia arriba para ver dónde terminaban ellas y dónde comenzaba el celeste del cielo.

La tardecita nos encontró armando nuestro primer campamento: dos parantes que sujetaban un techo de lona, un piso de lona también y la cama gaucha: la misma montura con sus mandiles y pellones bajo la bolsa de dormir serían nuestro confortable colchón para pasar la noche.

Yo me sentía casi como la émula femenina de San Martín y rústica como nunca, libre de ataduras urbanas, a tal punto que enterré el peine en lo más profundo de mis alforjas, dispuesta a rescatarlo cuando volviera a la civilización.

 Entre todos buscamos leña para el fuego y poco después, sentados en círculo e hipnotizados por las llamas, nos sentimos confortables y abrigados. Comimos, charlamos, nos reímos y nos relajamos del todo. Cuando las estrellas se apoderaron de la noche oscura, llegó el momento de “irse a la cama”. Nos metimos en nuestras bolsas, cansados pero felices. Pablo fue siempre el último en irse a dormir y el primero en levantarse. Julio dormía con un ojo cerrado y otro abierto, atento a los caballos.

Lentamente nos fue ganando el sueño y disfrutamos de un merecido descanso, escuchando- valga la paradoja - el silencio de la montaña, un silencio tan impactante como indescriptible... Bueno, a veces podían escucharse algunos ronquidos en orquesta entre los silbidos del viento.

 Por la mañana salimos de las bolsas de dormir un poco entumecidos y con ganas de remolonear, pero un delicioso olor a tortitas - pancitos con grasa típicos de Mendoza - nos hizo acercarnos al fogón. Además de las tortitas que Pablo preparaba, había té, mate, café o el clásico café con leche. Desayunamos mientras esperábamos lo que Julio llamaba “el poncho de los pobres”. ¡Qué poética manera de nombrar al sol! ¿No?

La experiencia, según Leguizamón, es inolvidable y muy recomendable (clickear para agrandar imagen) A las diez de la mañana emprendimos nuestro segundo día de aventuras, siempre subiendo más y más y más. El mediodía nos encontró almorzando a orillas de un arroyo. El agua estaba fría pero el solazo de la siesta mendocina invitaba a sacarse la ropa y darse un refrescante baño. Inmediatamente el campamento quedó dividido: hombres por un lado, mujeres por el otro... ¡¡y al agua pato!! No sé si mis compañeros varones habrán tenido el coraje de darse un baño de cuerpo entero (confieso que no espié), pero yo sí... ¡con pelo incluido! Un poco extrañé mi ducha, pero a cambio, la montaña me regaló un baño con un paisaje alucinante y un silencio que sobrecogía el alma.

Tras el baño, la cabalgata continuó su itinerario. En la segunda noche nuestro guía nos sorprendió con un pollito a las brasas y una mesa de ensaladas... ¡Sí, tuvimos un salad bar en medio de los cerros!

 Al tercer día de cabalgata y cuando ya estábamos preparados, cuerpo y espíritu templados, llegamos a la gran “bajada del amor”. Pensé en peinarme o en pintarme disimuladamente con un poco de lápiz labial, pensando en un príncipe que me esperaría al final. Pero no, le faltaban unas sílabas al nombre... Era la “bajada del amor... tiguador”. Kilómetros cuesta abajo, con los caballos casi sentándose de cola entre la tierra y las piedras y uno apreciando tener un buen amortiguador corporal (léase trasero) sobre la montura.

La tercera y última noche festejamos el éxito de la cabalgata con un asado criollo donde no faltó nada... y como si fuera poco, la montaña nos regaló una luna llena inmensa. Por consejo de Pablo, nos animamos y dormimos a cielo abierto, con la luna pintándonos de plata las caras.

 Debo confesar que todas las tardes, al bajarme de la Mary, ella relinchaba de alivio y yo... bueno... ¿qué les puedo decir? Los primeros minutos tenía las piernas agarrotadas, la espalda dura, el pelo “imposible”, las asentaderas como en carne viva. Julio se apuraba a desensillar mientras yo cambiaba mis botas de montar por cómodas zapatillas y los dolores desaparecían al poco tiempo, en la charla sobre lo vivido junto al fueguito prendido, matizados con los mates dulces de Julio y las picaditas que preparaba Pablo. Nuestro guía a veces también nos sorprendía cuando, como un mago con su galera, sacaba de sus bolsillos barritas de cereales, caramelos, un chocolate... ¡y el infaltable rollo de papel higiénico para ir al baño...!

Travesía en la Cordillera de los Andes (clickear para agrandar imagen) Todos los días era un nuevo paseo cargado de emociones y aventura, una nueva trepada arriba de nuestros caballos que parecían cabras. Las vistas desde lo más alto de la Cordillera de los Andes son indescriptibles, no existen los adjetivos para transmitir lo que se ve. Uno se siente tan pequeño en ese paisaje imponente, tan vulnerable entre medio de esas colosales moles andinas. A medida que avanzábamos, los ojos se nos abrían por el asombro y crecía también en nuestro interior la admiración hacia la gesta de San Martín y sus soldados.

Sólo éramos la montaña y nosotros. De vez en cuando, el cielo era surcado por un cóndor que nos sobrevolaba. A veces, veíamos en lo alto de los cañadones una manada de guanacos que escapaban al vernos... otras veces, veíamos caballos salvajes junto a otros mansos que pastaban libres en los campos cordilleranos o nos espiaban desde lo alto de un cerro.

El cuarto día emprendimos el regreso. Extrañábamos ya el confort de la ciudad pero nos costaba despedirnos de la montaña. En la casa de Julio saludamos a nuestros compañeros equinos con un besito en la trompa y subimos a la combi que nos esperaba.

Con Ale casi no podíamos creer estar rumbo a “la civilización”. Pero claro, se ve que tantos días “convertida en matrera” me marcaron a fuego. En una parada a cargar nafta, fuimos al baño. Él entró al baño de varones y yo, atrás de él, sin fijarme en carteles indicadores ni en su cara desencajada. Solo al salir se animó y me dijo muy despacito:

- ¡Entraste al baño de hombres!

¿Y saben qué? ¡No me importó nada que me viera con los pantalones bajos!

Lo que le puede hacer la montaña a una mujer pudorosa y coqueta, ¡¡¡que lo parió!!!

Colaboración de Trekking Travel escrita por la narradora Gloria Leguizamón, colaboradora autoral de los exitosos programas televisivos argentinos Chiquititas, Rebelde Way y Floricienta, entre otros.

Más información:
www.trekking-travel.com.ar

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